Es común imaginar a los conquistadores que actuaron en la provincia de Venezuela y en particular en la conquista de Caracas como caballeros muy medievales, embutidos en relucientes corazas, cascos y medias armaduras de cintura arriba, tal como se representa -en pose formal de fundador- al capitán poblador Diego de Losada (y a sus soldados en segundo plano), en un conocido cuadro del pintor Herrera Toro.
Lo cierto es que esa vestimenta poco o nada se estiló en la conquista. Su peso y rigidez, más que defender, impedía. Desde muy temprano los castellanos que llegaron a Venezuela se dieron cuenta que contra las flechas de estos indios caribes no valía armadura, si las flechas entraban por una pierna, o en la cara, o en una mano, pues eran flechas envenenadas con una ponzoña tal que un simple razguño más o menos profundo, hecho por alguna de ellas en cualquier parte del cuerpo, era como ser picado de mapanare, o peor. Hubiérase necesitado, entonces, una armadura total, completa, tipo caballero templario, para toda la tropa tanto de a pie como de a caballo, cosa inimaginable para una milicia que debía transitar por montañas, arcabucos, breñas y ríos en medio de un sol abrasador. Las flechas que usaban los aborígenes en guerra se las conocía como flechas "de veinticuatro horas", porque el efecto de su ponzoña era tal, que quien sufriera una herida con ellas moría en ese lapso de tiempo, o antes, "rabiando, y sus carnes cayendo a pedazos...".
El temor a morir flechado llevó a Losada en una parada de su hueste en febrero de 1567, en la Villa Rica de Nirgua, entre Barquisimeto y Valencia, a encomendarse a San Sebastián, "patrono contra las flechas" que esperaban recibir por miles en su lucha contra los indios de Caracas. Ante la perspectiva de morir así, de esta incómoda forma, entre indios "herbolarios", muchos aprendieron a cambiar el altivo casco emplumado, la coraza y el peto de acero, por el humilde "escaupil", o "sayo de armas" indiano, un burdo batolón que cubría el cuerpo y los brazos, desde la cabeza a los pies, con una rendija para los ojos, hecho de gruesas capas de algodón de lienzos usados, de diversos colores, que a la vista, hacía parecer a los soldados más como arlequines estofados al sol que milicia "del rey". En palabras del cronista y testigo fray Pedro Simón: "unas caperuzas muy viejas y mugrientas, hechas de pedazos de paños de colores, con dos o tres aforros de mantas de algodón, con hechura casi de sombreros, la copa de cuatro cuartos, cada una de su color, y la falda que ceñía a la redonda de otros cuatro colores, que verla era más materia de risa y entretenimiento que de confianza para alguna defensa y ... la estimaban más gorras de terciopelo ..."
El bizarro aspecto de estos conquistadores quedó registrado para la historia en el sardónico comentario que de ellos hizo el Tirano Lope de Aguirre, venido del Perú en 1561, y no acostumbrado a ver tal estampa, creyéndolos en la miseria, al escribir al rey su célebre carta de rebeldía eterna, desde Valencia: "... porque en las muestras que en la tierra hemos visto, nos han puesto alas y espuelas para no parar en ella, que por unas caperuzas y lanzas -que por huir unos soldados de Usted dejaron en el camino-, hemos visto cuán medrados están los demás..."
No obstante, estos burdos "sayos de armas" eran tan efectivos para los conquistadores de Venezuela, contra las flechas, que a veces sus múltiples colchas de algodón grueso resistían hasta las balas de los arcabuces de aquella época, como lo hicieron en esa oportunidad, irónicamente, contra las de Aguirre, en su derrota en Barquisimeto, bajo el mismo principio del chaleco multicapa antibalas moderno.
Tomado de nuestro Facebook
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